domingo, 22 de mayo de 2016

Entendí hace mucho que,
la vida te golpea por la espalda
y sin anestesia
en un mundo de sinestesia.
Que puedes ser autómata de otro corazón 
y erudita de un cuerpo desnudo.
Que respirar por obligación afecta a los ventrículos y que, a veces, 
puedes ahogarte en tus propios estanques
mientras notas la falta de oxígeno 
de unos pulmones que, por momentos,
parecen enfermos.
Que puedes dar vueltas y vueltas,
como una peonza en manos de una niña de seis años,
para acabar en el punto de partida.
Y, que en las coordenadas más localizadas
de mi paroxismo, aprendí a bailar con la locura mientras las noches se escapaban amargas, 
como la bilis de un estómago
a punto de sangrar.

Con las uñas llenas de tierra
quemé mis alas en el fuego de la desgana,
le besé los pies a la muerte,
y comencé a caminar.
Comprendí que,
la vida, es como la imagen de una mujer
sentada en su cama,
de espaldas y con el cabello caído 
sobre uno de sus hombros;
tremendamente bella,
terriblemente indiferente,
y que, aunque te muevas despacio
como una mosca temiendo ser ingerida 
en un panel de miel,
siempre habrá dos manos que con un sólo movimiento, te pueden salvar
o aplastarte para siempre.