Entendí hace mucho que,
la vida te golpea por la espalda
y sin anestesia
en un mundo de sinestesia.
Que puedes ser autómata de otro corazón
y erudita de un cuerpo desnudo.
Que respirar por obligación afecta a los ventrículos y que, a veces,
puedes ahogarte en tus propios estanques
mientras notas la falta de oxígeno
de unos pulmones que, por momentos,
parecen enfermos.
Que puedes dar vueltas y vueltas,
como una peonza en manos de una niña de seis años,
para acabar en el punto de partida.
Y, que en las coordenadas más localizadas
de mi paroxismo, aprendí a bailar con la locura mientras las noches se escapaban amargas,
como la bilis de un estómago
a punto de sangrar.
Con las uñas llenas de tierra
quemé mis alas en el fuego de la desgana,
le besé los pies a la muerte,
y comencé a caminar.
Comprendí que,
la vida, es como la imagen de una mujer
sentada en su cama,
de espaldas y con el cabello caído
sobre uno de sus hombros;
tremendamente bella,
terriblemente indiferente,
y que, aunque te muevas despacio
como una mosca temiendo ser ingerida
en un panel de miel,
siempre habrá dos manos que con un sólo movimiento, te pueden salvar
o aplastarte para siempre.
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